02 Nov El ‘affaire’ de la Mezquita de Córdoba
Eduardo Manzano Moreno.
La polémica sobre la Mezquita de Córdoba no tiene otro responsable que el Obispado de esa ciudad, cuyas decisiones unilaterales y el desprecio hacia el significado del monumento han creado una fractura creciente allí donde existía un consenso social mayoritario. Ese consenso se rompe en marzo de 2006, cuando la Diócesis inmatricula la mezquita como propiedad privada, a pesar de ser Monumento Nacional desde 1882 y Patrimonio de la Humanidad desde 1984. La base jurídica de esta inmatriculación es muy endeble, pues la orden dada en 1236 por el rey Fernando III para que la mezquita fuera convertida en iglesia, no puede considerarse una donación regia, sino la cesión de un derecho de uso.
La triquiñuela jurídica se ha ejercido sobre una joya del patrimonio histórico español, a cuyo mantenimiento las Administraciones públicas han destinado más de ocho millones de euros. Un mínimo de lealtad institucional hubiera exigido informar a esas Administraciones de lo que se pretendía hacer. Un mínimo de diligencia por parte de la Abogacía del Estado podría desmontar los argumentos jurídicos. Aún estamos a tiempo para ello.
Como propietaria del edificio, la diócesis de Córdoba puede actuar en él de mil maneras. Lo ha empezado a hacer ya. Ha forzado recientemente, por ejemplo, el disparate que supone modificar una de las puertas de acceso para permitir la salida de pasos en Semana Santa, contando ahora con el permiso de la Junta de Andalucía, que previamente lo había denegado y que ha dado muestras así, una vez más, de lo incoherente de su política patrimonial en los últimos años. El cabildo ha realizado actuaciones arquitectónicas tan discutibles como la construcción de cuartos de baño junto al mihrab de Al-Hakam II, y a todo esto se siguen postergando obras cuya resolución empieza a ser urgente en lugares como la cúpula de la maqsura.
A la apropiación material del edificio se le ha unido el secuestro de su memoria. La Mezquita de Córdoba ha pasado de ser un edificio que encierra un conocimiento de primera mano sobre la historia de al-Ándalus, a ser una herramienta de iniciación para catecúmenos. En los folletos que reciben los visitantes aflora un discurso ramplón y exclusivista, carente de consideración hacia los valores históricos y culturales que encierra el monumento y que incluso minimiza la influencia de su poderosa concepción artística. Al obispado de Córdoba sólo le obsesiona demostrar que antes de que allí existiera una mezquita se había levantado una basílica algo discutible con la evidencia arqueológica en la mano y que han sido sólo sus desvelos los que han permitido que el edificio siga en pie —algo aún más discutible—. Inútil pedir que se traduzcan las inscripciones árabes que adornan el edificio; inútil que el visitante pueda tener una visión siquiera aproximada del ritual musulmán que allí se practicaba; o inútil, en fin, instar a que esta pieza fundamental del patrimonio de la humanidad sirva para algo más que para engrosar las arcas del cabildo con beneficios libres de impuestos.
Pero si el papel de la Iglesia en todo este asunto ha sido lamentable, el de las Administraciones públicas no ha podido ser más decepcionante. Tanto la Junta de Andalucía como el Gobierno central han dado muestras de una desidia y una falta de contundencia impropias de unas Administraciones democráticas, obligadas por el artículo 46 de la Constitución a conservar y promover «el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad». En este caso, no sólo no se ha «enriquecido» el patrimonio histórico, sino que ha sufrido una merma más que notable. De un lado, el Ejecutivo andaluz ha hecho lo que mejor sabe hacer en estos casos: nadar y guardar la ropa, haciendo declaraciones altisonantes sin tomar ni una sola iniciativa seria. Su propia presidenta, Susana Díaz, ha llegado hasta el extremo de afirmar que «en elementos como el turismo tiene que haber una mesa donde todos estemos de acuerdo», como si todo este asunto fuera una mera cuestión de atracción turística y no de política patrimonial.
Por su parte, el Gobierno de Mariano Rajoy, ante una pregunta parlamentaria, ha respondido que no tiene previstas «actuaciones de defensa» del monumento, tras haber constatado que «no forma parte del patrimonio de la Administración general del Estado, de acuerdo con el informe emitido a tal efecto por la Abogacía del Estado en Córdoba». Ante este encogimiento de hombros, muchos nos hemos acordado de aquella impagable escena en la que el señor Rajoy devolvía obsequiosamente al arzobispo de Santiago el Códice Calixtino, después de que las Fuerzas de Seguridad hubieran recuperado el manuscrito robado en los turbios laberintos del cabildo compostelano.
Muchos nos hemos acordado de aquella escena en la que Rajoy devolvía el Códice Calixtino a Santiago
Una actuación razonable de las Administraciones debería tener como prioridad conseguir que la Mezquita de Córdoba sea un bien público, portador de valores de convivencia y de integración, proporcionando a sus cientos de miles de visitantes un conocimiento riguroso y respetuoso de su historia. En un mundo cada vez más global y multicultural, los poderes públicos deberían ser algo más conscientes de la enorme carga simbólica que ostenta este edificio único y de lo irresponsable que resulta el permitir que dentro de sus muros domine un discurso sectario, reivindicativo e ignorante del pasado.
Abogar por la titularidad pública de la Mezquita en absoluto implica que se impida a la Iglesia desarrollar allí su actividad en exclusiva. No conozco a nadie con un mínimo de conocimiento o de responsabilidad que defienda que allí se debe permitir el culto musulmán junto al cristiano, una ocurrencia disparatada que daría lugar a todo tipo de graves conflictos. Si ya es difícil lidiar con una religión monoteísta dentro de un edificio, imagínense lo que sería hacerlo con dos.
Tampoco es viable la idea de vaciar el edificio y convertirlo en un bien patrimonial, por mucho que esa opción sea la que más nos guste a algunos. El ejemplo de Santa Sofía en Estambul no es del todo apropiado, pues se olvida que a pocos metros del antiguo templo bizantino existe una grandiosa mezquita, la Mezquita Azul, que cumple con las necesidades del culto. No es ese el caso de Córdoba, donde no existe una catedral alternativa y en donde la comunidad de creyentes de esa ciudad «va a misa a la Mezquita» o «va a rezar a la Mezquita». Respetar la sensibilidad y creencias de esa comunidad debería ser un criterio importante en cualquier política patrimonial sensata e integradora. Tal política, sin embargo, en absoluto está reñida con la necesidad de consagrar en ese «monumento nacional» los valores de una sociedad avanzada en la que el conocimiento y el respeto a la diversidad deberían trazar el otro gran eje de este inmenso bien patrimonial, aquejado últimamente por las mediocres y sectarias visiones que de un tiempo a esta parte se han adueñado de nuestra escena pública.
Eduardo Manzano es profesor de Investigación del Instituto de Historia del CSIC.
Vía el País.
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