14 Mar Los Hermanos Musulmanes y la «Primavera Árabe»
La llamada «Primavera Árabe» ha puesto a la Hermandad Musulmana de moda en las estanterías de las librerías occidentales. En los últimos años han aparecido un gran número de obras que repasan la historia del movimiento y discuten su participación en las revoluciones y conflictos en el mundo árabe desde 2011. En este ensayo utilizaremos como referencia cinco de esas obras para acercarnos a la organización y analizar su evolución y su situación actual. Intentaremos, asimismo, diferenciar entre la preocupación legítima que debe inspirar la propagación de su ideología islamista y las teorías conspirativas y acusaciones infundadas que diseminan ciertas fuentes, a menudo por motivos cuestionables.
El país que ha recibido más atención ha sido Egipto, debido a su peso demográfico, su posición estratégica y la importancia de la rama local de la Hermandad, y dos de las obras se centran específicamente en los Hermanos egipcios. La más destacada es The Muslim Brotherhood. Evolution of an Islamist Movement, de la investigadora estadounidense Carrie Rosefsky Wickham. Wickham lleva dos décadas estudiando al movimiento y en este su magnum opus ofrece un estudio exhaustivo y ecuánime de la organización en Egipto (aunque también incluye un capítulo sobre Jordania, Kuwait y Marruecos con fines comparativos). La segunda obra es la breve Ascenso y caída de los Hermanos Musulmanes, del periodista español Ricard González, que no sería justo comparar con la anterior, puesto que no se trata de un trabajo académico. Los primeros capítulos, sobre la aparición y evolución de la Hermandad, son bastante superficiales y contienen una serie de errores, probablemente derivados de una lectura poco cuidadosa de las fuentes. No obstante, capítulos posteriores ofrecen una interesante narración de cómo los Hermanos llegaron al poder y cómo lo perdieron, escrita en un accesible estilo periodístico que proporciona una buena introducción al lector lego.
La tercera obra analizada es Les Frères musulmans et le pouvoir, un trabajo colectivo dirigido por Pierre Puchot sobre la Hermandad y organizaciones afines en varios países árabes y los principales actores con que interactúan. Su principal objetivo es mostrar cómo el contexto determina la evolución del islamismo. Los dos trabajos restantes son más personales y subjetivos. En primer lugar nos referiremos a The Brotherhood. America’s Next Great Anemy, de Erick Stakelbeck, un antiguo periodista deportivo que en los últimos años ha logrado convertirse en uno de los expertos en terrorismo favoritos de la derecha estadounidense gracias a un discurso caracterizado por el jingoísmo. Finalizaremos con Frères musulmans. Enquête sur la dernière idéologie totalitaire, del escritor y realizador francés Michaël Prazan. El libro se basa en un documental del autor de 2013 sobre la Hermandad y reproduce su estilo, combinando entrevistas a académicos, islamistas y políticos de otros colores con sus reflexiones personales.
No es fácil resumir en unos párrafos una trayectoria de cerca de noventa años, ni siquiera las cuatrocientas páginas de la obra de Wickham (cuya estructura seguiremos en esta sección), sobre todo si buscamos evitar el reduccionismo y la simplificación. La Hermandad Musulmana fue establecida a finales de los años veinte del siglo pasado por el maestro de escuela egipcio Ḥasan al-Bannā, que deseaba promover los valores musulmanes para combatir el colonialismo británico y la occidentalización que veía en su sociedad. Ḥasan al-Bannā se valió de la predicación, el activismo político y el trabajo social para atraer a las masas, y de la violencia contra sus opositores, tanto externos (el poder colonial, los inmigrantes sionistas) como internos (en particular, otras fuerzas políticas egipcias). Ello condujo a su asesinato en 1949, probablemente a manos de la policía secreta del rey Farouk. Su sucesor ideológico fue Sayyid Quṭb, que en un contexto de feroz represión de la Hermandad bajo el presidente Nasser defendió la yihad como instrumento para imponer el islam –a su juicio, el único modelo capaz de garantizar la justicia– no sólo en los países musulmanes, sino en todo el mundo. Pero tras su ejecución en 1966 la organización se distanciaría de sus tesis, que fueron adaptadas por los movimientos yihadistas que aparecieron a partir de los años setenta.
Los Hermanos aprovecharon la mano tendida del presidente Anwar Sadat, que necesitaba aliados contra los nasseristas y comunistas que se oponían a su giro ideológico. Sadat, que cultivó la imagen de «presidente pío», les ofreció una amnistía y les proporcionó un cierto margen de maniobra. Paralelamente, surgieron en las universidades asociaciones estudiantiles islamistas que pronto serían la fuerza dominante en los campus en virtud de su determinación, sus dotes organizativas y los servicios que ofrecían a estudiantes con pocos recursos (apuntes, minibuses para mujeres), pero también del uso de la intimidación e incluso la violencia contra quienes se enfrentaban a ellos. Así, imponían su versión del islam (por ejemplo, segregando las aulas por sexo), celebraban rezos masivos al aire libre que constituían auténticas demostraciones de fuerza y organizaban conferencias para propagar su ideología. Los Hermanos apoyaban a estas asociaciones –como también lo hacía Sadat, por el mismo motivo por el que toleraba a la Hermandad–, y muchos de sus miembros más dinámicos terminaron en sus filas; formarían lo que Wickham denomina «la generación intermedia».
El conservadurismo de la Hermandad reflejaba el de gran parte de la sociedad egipcia
Sin embargo, las relaciones entre el presidente y los islamistas fueron deteriorándose a medida que Sadat se hacía más autoritario y menos tolerante a las críticas, sobre todo las suscitadas por su política económica de infitah (apertura), y se rompieron completamente tras la firma de los Acuerdos de Camp David con Israel. Tanto izquierdistas como islamistas los condenaron con vehemencia, y fueron un factor determinante del asesinato del presidente en 1981 a manos de Gamaa Islamiyya (que había surgido de las organizaciones estudiantiles) y Yihad Islámica (una escisión de la Hermandad que seguía las tesis de Quṭb). Los grupos que cometieron el magnicidio y otros, engrosados por los yihadistas egipcios que volvían de Afganistán, continuaron enfrentándose al Estado durante casi dos décadas, pero, en ese sentido, a los Hermanos sólo puede culpárseles de ambigüedad a la hora de condenar la violencia islamista.
A lo largo de los años setenta y ochenta, la Hermandad consiguió afianzar su presencia en la vida pública de Egipto. Primero se hizo con el control de los sindicatos profesionales, puesto que sólo una minoría de sus miembros se molestaba en participar en las elecciones y un grupo organizado podía obtener una representación significativa. No obstante, la eficiente administración de los Hermanos y los servicios que ofrecían (cursos, seguros, préstamos a bajo interés) aumentaron su popularidad, especialmente entre los miembros más jóvenes. Se convirtieron, asimismo, en un elemento a tener en cuenta en la vida política: a partir de mediados de los ochenta, introdujeron miembros en el parlamento dentro de las listas de otros partidos y no tardaron en convertirse en la principal fuerza de la oposición, pese a no ser una organización legal. Su popularidad era grande, porque su conservadurismo reflejaba el de gran parte de la sociedad egipcia y sus servicios sociales ayudaban a los más desfavorecidos.
El diálogo y la cooperación con otros grupos en los sindicatos y el parlamento modificaron el discurso y las convicciones de muchos miembros de la «generación intermedia». Su evolución ideológica se veía reflejada en y reforzada por los escritos de autores como Yūsuf al-Qaradawi, que durante décadas ha sido considerado el principal ideólogo de la Hermandad, pero también intelectuales que no pertenecen a la misma, como Salim al-‘Awa o Tariq al-Bishri (algunos, provenientes del marxismo). Y surgió entre ellos una cierta frustración, porque el liderazgo de la Hermandad seguía en manos de una «vieja guardia» que se resistía a aceptar sus ideas o realizar cambios en la rígida estructura de la organización. Ello contribuiría a una ruptura a mediados de los años noventa, cuando varias decenas de miembros formaron Hizb al-Wasat (el «Partido de la Moderación»). La nueva formación defendía la igualdad de todos los ciudadanos egipcios, musulmanes y no musulmanes, hombres y mujeres, a la vez que afirmaba la primacía de la sharía. En cualquier caso, no consiguió un permiso del régimen –no lo haría hasta después de la Revolución de 2011–, lo cual demostró a otros descontentos que la elección era entre la Hermandad y la irrelevancia.
Durante la presidencia de Hosni Mubarak, los Hermanos continuaron con su estrategia de incrementar su presencia en la sociedad y las instituciones egipcias a la vez que intentaban evitar provocar al régimen. Para ello, limitaban el número de candidatos que presentaban a las elecciones al parlamento y a los sindicatos profesionales a niveles «aceptables». Y, a diferencia de la izquierda, que organizaba protestas en favor de la Segunda Intifada palestina o contra la invasión de Irak, evitaban acciones que pudiesen invitar a la represión. Al mismo tiempo, intentaron romper su aislamiento de otros sectores de la sociedad, participando en las movilizaciones pacíficas de la plataforma Kefaya (Basta) para exigir reformas democráticas en 2005, aunque los secularistas nunca llegaron a fiarse de los motivos de los Hermanos y sospechaban que su voluntad de diálogo y exigencia de reformas democráticas no eran sino estrategias para servir sus propios fines.
En los años anteriores a la Revolución de 2011, la sociedad egipcia estaba en efervescencia. Además de Kefaya, surgieron otras agrupaciones con aspiraciones similares, como el socialista Movimiento del 6 de Abril, que empezó como un grupo de apoyo a una huelga de trabajadores en industrias estatales; o la más centrista Asociación Nacional por el Cambio, promovida por el antiguo director general de la Agencia Internacional de la Energía Atómica y Premio Nobel de la Paz, Mohammad al-Baradei. La descarada interferencia del régimen en las elecciones parlamentarias de noviembre-diciembre de 2010 convenció a la oposición de que la reforma a través de los canales institucionales estaba cerrada, y los sucesos en Túnez galvanizaron a la juventud. Y, así, la manifestación contra la brutalidad policial convocada para el 25 de enero se convirtió en una revolución. En un principio, la Hermandad se mantuvo al margen, temiendo represalias del Estado, y sólo autorizó a sus miembros a participar a nivel individual. Pero sus dirigentes pronto decidieron que la apuesta merecía la pena y movilizaron a sus millones de seguidores.
Y la estrategia dio sus frutos: inmediatamente después de la dimisión de Mubarak, las Fuerzas Armadas incluyeron a los Hermanos en el proceso de transición, conscientes de que su popularidad los hacía imprescindibles. Ya entonces, algunos revolucionarios denunciaron un pacto entre la Hermandad y Ejército para «secuestrar» la Revolución y repartirse el poder. Por otra parte, la oposición en su conjunto criticó la celeridad con que se celebrarían elecciones, sin dar tiempo a organizar una campaña electoral durante la cual cada partido pudiese darse a conocer y presentar su programa. Para tranquilizar a sus rivales, los Hermanos se comprometieron a presentar candidatos sólo para un tercio de los escaños. Sin embargo, no respetaron esa promesa y, predeciblemente, fueron los grandes ganadores, con un 37,5% de los votos. Los salafistas, que hasta entonces se habían mantenido al margen de la política, dieron la gran sorpresa: el mayor de sus partidos, Hizb al-Nour, consiguió casi el 28% de los sufragios.
La misma situación se reprodujo en las elecciones presidenciales. La Hermandad «olvidó» su promesa de no presentar a un candidato y Mohammed Morsi logró imponerse, aunque por un muy pequeño margen. Los resultados electorales fueron la recompensa a décadas de trabajo de los islamistas con los sectores más desfavorecidos y menos educados de la sociedad egipcia (la pobreza y el analfabetismo afectan a más de una cuarta parte de la población), pero también el resultado de las presiones de predicadores, que en sus sermones advertían a sus congregaciones que un buen musulmán vota por aquellos que desean implementar el islam. Los partidos laicos, divididos y con poca implantación social, apenas consiguieron en su conjunto el 30% de los votos en las elecciones parlamentarias. Y es muy revelador que, en la segunda ronda de las presidenciales, el candidato que se enfrentó a Morsi fuese Ahmed Shafiq, el último primer ministro de Mubarak.
Un año más tarde, masivas manifestaciones populares contra el gobierno de la Hermandad culminaron en un golpe de Estado. Los detonantes de las protestas fueron el despotismo y la mala gestión de los Hermanos, que aprobaron una constitución a su medida en un referéndum boicoteado por dos tercios de los votantes, utilizaron la violencia contra la oposición, intentaron silenciar a la prensa e ignoraron los múltiples casos de intimidación y agresión contra mujeres, coptos y chiíes. Es como si, una vez en el poder, los Hermanos hubiesen olvidado la cautela de que habían hecho gala durante décadas, puesto que impusieron su mayoría en un momento muy delicado que hubiese requerido moderación y búsqueda de consenso. El resultado fue una alianza contra la Hermandad que reunió a antiguos partidarios de Mubarak con los revolucionarios que lo habían depuesto. Y, hasta el último momento, Morsi rehusó tanto la negociación con otras fuerzas como las ofertas de mediación árabes y europeas para evitar la actuación del ejército.
Más tarde, los Hermanos denunciarían una conspiración que incluiría no sólo al «Estado profundo» (la tentacular burocracia que habían heredado de la dictadura), los partidos laicos y los coptos, sino también a potencias extranjeras como los Estados Unidos, Arabia Saudí, Israel e Irán. Las acusaciones son delirantes, aunque es cierto que hubo una cierta coordinación entre algunas de las partes interesadas. Por ejemplo, tanto el ejército como el millonario copto Naguib Sawiris ofrecieron apoyo financiero y logístico a la campaña de los jóvenes activistas del grupo Tamarod (Rebelión), que dijo haber recogido veintidós millones de firmas exigiendo elecciones anticipadas (muchas más que los votos con que salió elegido Morsi, que era el objetivo) y convocó las manifestaciones contra el gobierno islamista. No obstante, no hay evidencia de conspiración y sí de que los Hermanos fueron incapaces de aceptar la realidad de la oposición que habían suscitado, llegando a afirmar que las fotos que mostraban a millones de manifestantes exigiendo la dimisión de Morsi estaban trucadas.
El golpe de Estado de Abdelfattah al-Sisi y la posterior consolidación de este en el poder han sido ferozmente resistidos por la Hermandad, que ha organizado protestas y actos de sabotaje y violencia. Ello desencadenó una brutal ola de represión, que ha dejado a varios miles de sus miembros y simpatizantes muertos y muchos más en las cárceles (incluidos la mayoría de sus líderes), además de cientos de condenas a muerte (en algunos casos, en macroprocesos judiciales sin las mínimas garantías). Gran parte de su red de asociaciones caritativas ha sido puesta en manos de un organismo estatal, privándoles del que durante décadas fue uno de sus principales instrumentos para afianzar su popularidad. La Hermandad ha sido declarada organización terrorista y los medios de comunicación han demonizado a sus miembros con historias más o menos creíbles de sus vínculos a ataques yihadistas. El gobierno de al-Sisi ha conseguido reprimir en gran medida las movilizaciones a favor de Morsi, pero no poner fin al terrorismo islamista. Y los Hermanos siguen sin aceptar la legitimidad del nuevo régimen y, desde Turquía o el Reino Unido, lanzan campañas para desprestigiarlo. El impasse, a día de hoy, continúa.
Egipto no ha sido el único país en el que la Hermandad Musulmana ha aprovechado los movimientos populares colectivamente conocidos como la Primavera Árabe para intentar alcanzar el poder o aumentar su influencia. Les Frères musulmans et le pouvoir, editado por Pierre Puchot, pretende mostrar la diversidad del movimiento y su adaptabilidad a las condiciones locales. Para ello discute la evolución de los Hermanos en nueve países árabes, desde Marruecos a Yemen y desde Siria a Egipto, y analiza a actores con los que interactúan (en particular, los salafistas y varios gobiernos extranjeros). Todos los estudios concretos son interesantes, pero aquí nos limitaremos a referirnos a aquellos que ha destacado el propio editor al ofrecerles más espacio: Egipto, Túnez, Siria y Palestina. Y, dado que ya hemos hablado de Egipto, procederemos con los demás.
En Túnez, el Partido Ennahda (pp. 143-191), rama local de la Hermandad, fue el más votado en las primeras elecciones democráticas tras la Revolución, con el 37% de los sufragios, aunque se vio obligado a formar un gobierno de coalición. Sin embargo, su gestión no fue satisfactoria: la represión y la corrupción continuaron, la inflación se disparó y sus intentos de aplacar a salafistas y yihadistas no sólo no funcionaron, sino que alienaron a la oposición laica. A ello se unirían medidas controvertidas, como la tentativa de introducir en la nueva Constitución la idea de «complementariedad» en lugar de la igualdad entre hombres y mujeres que había promovido el fundador de la República, Habib Bourguiba. Temiendo una debacle similar al de la Hermandad egipcia, Ennahda dejó el gobierno en manos de tecnócratas en enero de 2014, y no lograría recuperarlo en las elecciones de octubre de ese año. A pesar de ello, continúa siendo una de las principales fuerzas políticas del país.
En Siria (pp. 95-115), la Hermandad se enfrentó al régimen baazista a finales de los años setenta y principios de los ochenta, lo cual condujo a que fuese prácticamente erradicada: se estima que, en 1982, el sitio de la ciudad de Hama, donde sus combatientes se habían atrincherado, costó la vida a veinticinco mil personas, en su mayoría civiles. Años de exilio condujeron a posiciones más flexibles, y desde el comienzo de la primera década del siglo los Hermanos hicieron proclamas en las que reconocían la diversidad de la sociedad siria y apoyaban un Estado civil en el que la sharía no fuese sino una de las fuentes de legislación. Las movilizaciones de 2011 y la resultante guerra civil les brindaron la oportunidad de reaparecer como fuerza en Siria con el apoyo de Turquía y Qatar, y atraer a una nueva generación de jóvenes. Pero la Hermandad es sólo uno de los grupos opuestos a Bashar al-Assad y su papel es relativamente marginal, tanto desde el punto de vista político como militar, aunque el hecho de formar un bloque coherente y unido aumenta su influencia dentro de la Coalición Nacional Siria y el Ejército Libre Sirio.
La rama palestina de la Hermandad, Hamás (pp. 245-277), confiaba en que el triunfo de sus aliados en la Primavera Árabe rompería su aislamiento internacional, y vio sus victorias electorales en Egipto y Túnez como una continuación de la suya propia en 2006. La organización incluso se distanció de Irán y Siria, que a lo largo de los años habían sido sus más fieles aliados y patrocinadores, para desmarcarse del conflicto entre al-Assad y los islamistas sirios, incluida la Hermandad de ese país. No obstante, eventos posteriores revelaron los riesgos de la nueva estrategia: tras el golpe de Estado en Egipto en julio de 2013, el nuevo régimen de El Cairo mostró su hostilidad hacia Hamás destruyendo los túneles de Rafah, que burlaban el bloqueo israelí y constituían una importante fuente de ingresos para la organización, además de ser el cordón umbilical entre Gaza y el mundo. A ello se suma que Irán ha reducido considerablemente su apoyo económico. Como consecuencia, Hamás se ha visto aislado y debilitado.
Su llegada al poder a través de las urnas en Túnez y Egipto supuso un desafío ideológico, porque presentaba un islamismo compatible con la democracia
Destacan por su interés los capítulos sobre actores que interactúan con la Hermandad. El primer caso es el de Arabia Saudí (pp. 57-76), país que acogió a muchos de los Hermanos que huyeron de Egipto en los años cincuenta y sesenta. Los refugiados fueron útiles en la lucha ideológica contra las repúblicas socialistas árabes, y su nivel de educación, muy superior al de los saudíes, contribuyó enormemente al desarrollo del país. Sin embargo, la presencia de los Hermanos favoreció la aparición de una corriente islamista saudí crítica con el absolutismo de la familia real y con políticas como la alianza con Estados Unidos. La llegada al poder de los Hermanos a través de las urnas en Túnez y, sobre todo, Egipto supuso un desafío ideológico, porque presentaba un islamismo compatible con la democracia, y el amago de reconciliación entre el Egipto de Morsi e Irán tampoco gustó a la monarquía saudí. Por ello, apoyó el golpe de Estado e incluyó a la Hermandad en su lista de organizaciones terroristas.
Qatar (pp. 120-141) había reemplazado hace ya años a Arabia Saudí como principal patrocinador de los Hermanos. También se benefició de su inmigración a partir de los años cincuenta –incluyendo la del célebre al-Qaradawi–, pero por aquel entonces no buscaba competir con su poderoso vecino en la instrumentación de la Hermandad para extender su influencia. Esto cambió en 1995, cuando el emir Hamad depuso a su padre en un golpe de palacio y decidió seguir una política exterior independiente. Ello supuso, además del apoyo a los Hermanos Musulmanes, el lanzamiento del canal Al-Jazeera, conocido por sus posiciones proislamistas. Pero su actitud terminó provocando tensiones con sus vecinos y el emir Tamim, que sustituyó a su padre tras la abdicación de este en junio de 2013, no tuvo otra elección que ceder ante las presiones de Arabia Saudí –que llegó a retirar a su embajador de Doha en marzo de 2014, junto con Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos–, y reducir el apoyo qatarí a la Hermandad, al menos de cara a la galería.
Otros actores destacados en la historia de la Hermandad son Turquía y Estados Unidos. En el primer país (pp. 227-243), el primer ministro y, desde 2014, presidente, Recep Tayyip Erdoğan, había apostado por la estabilidad y las buenas relaciones vecinales, por lo que inicialmente se mantuvo al margen de las revoluciones en los países árabes. Sólo tras los triunfos electorales de Ennahda en Túnez y del partido de la Hermanad en Egipto adoptó una posición de apoyo incondicional a esos movimientos, con los que mantiene una gran afinidad ideológica y que pasaron a ser vistos como instrumentos útiles para expandir su influencia. Los planes de Erdoğan se verían frustrados por los sucesos en Egipto, Túnez, Libia y Siria, pero Turquía continúa apoyando a combatientes islamistas en los últimos dos países y ha proporcionado una sede al Consejo Revolucionario Egipcio, una especie de gobierno en el exilio dominado por los Hermanos.
En lo que respecta a Estados Unidos (pp. 307-328), su prioridad con respecto a Egipto es que lo gobierne un régimen que respete el tratado de paz con Israel, promueva la estabilidad y facilite sus políticas antiterroristas. Por otra parte, existen en Washington dos doctrinas hacia el islam político: la que defiende la tesis de la confrontación, ejemplificada por Samuel Huntington y Bernard Lewis, según la cual los islamistas son intrínsecamente antidemocráticos y antioccidentales; y la conciliadora, representada por John Esposito y Fawaz A. Gerges, que sostiene que los islamistas moderados son la mejor alternativa a los radicales y que su participación en el proceso político conseguirá «domarlos». En un principio, Barack Obama eligió escuchar a los segundos, pero el comportamiento de Morsi aumentó las aprehensiones de su Administración, hasta el punto de que evitó calificar su deposición de «golpe de Estado». El episodio muestra las tensiones inherentes a pretender promover a la vez la democracia y la estabilidad: cuando no van unidas, la última es la que prima.
The Brotherhood. America’s Next Great Enemy es una mirada a la organización desde la perspectiva de la derecha estadounidense. Su autor, Erick Stakelbeck, combina varios elementos. El principal es su convicción de que «los Estados Unidos son la nación más grande de la historia de la humanidad» (p. 276) y, para seguir siéndolo, debe evitar seguir el ejemplo de la decadente Europa: «Independientemente de que la cuestión sea el socialismo, la deuda desbocada o la desintegración cultural, es útil mirar a la Europa de hoy para ver los signos de lo que vendrá a los Estados Unidos mañana» (p. 238). Según Stakelbeck, el continente se caracteriza por «políticas de inmigración de fronteras abiertas, poblaciones autóctonas envejecidas y el completo abandono de su herencia judeocristiana, antaño tan fuerte» (p. 33). Como consecuencia, las áreas habitadas por musulmanes «se convierten en zonas de exclusión para no musulmanes donde se impone la sharía e incluso la policía no se atreve a entrar» (p. 238).
Un segundo elemento destacado del discurso de Stakelbeck es un sionismo furibundo, que dicta su interpretación del conflicto palestino-israelí, hasta el punto de que no duda en afirmar que «las madres palestinas están ansiosas por enviar a sus hijos a perpetrar ataques suicidas que asesinan y mutilan a mujeres y niños israelíes» (p. 75). Por supuesto, en ningún momento manifiesta el menor interés por entender las causas que conducen a algunos palestinos a la violencia.
Stakelbeck dirige su ira contra aquellos que, en su opinión, representan una amenaza a la grandeza de Estados Unidos o la seguridad de Israel. Y, en su opinión, a la cabeza de todos ellos se encuentran los Hermanos Musulmanes, a los que vincula con otras fuerzas amenazantes del mundo musulmán (en particular, Irán y Al-Qaeda) con argumentos poco plausibles. Pero, además, aprovecha para atacar a la izquierda estadounidense debido a su supuesta alianza con la Hermandad, en particular a los que denomina los «soldados de infantería» de Obama: los activistas del movimiento Occupy Wall Street. La piedra angular de tal alianza sería que tanto estos como los islamistas odian a Estados Unidos y al capitalismo (p. 259). Es cierto que la izquierda y los islamistas coinciden en cuestiones como su oposición a la ocupación de Palestina o Irak. Sin embargo, los Hermanos no sienten aversión alguna hacia el capitalismo, como lo evidencia la trayectoria de algunos de sus líderes (como el candidato inicialmente designado por la Hermandad para las presidenciales en Egipto, el millonario Khaled Shater). En cuanto a la agenda social de ambos grupos, no podría ser más diferente.
Por otra parte, Stakelbeck no tiene interés en diferenciar entre islam (religión) e islamismo (ideología política). Escribe que «[e]l islamismo […] tiene una trayectoria de expansionismo y matanzas yihadistas de mil cuatrocientos años» (p. 27). En su opinión, Ḥasan al-Bannā simplemente «actualiz[ó] la ideología supremacista islámica de toda la vida […] para las inquietas masas musulmanas de hoy en día» (p. 79). También sostiene que el antisemitismo musulmán tiene raíces profundas en el islam, porque ya Mahoma llevó a cabo «numerosas masacres de tribus judías árabes» (p. 83). Poco importa que el profeta sólo se hubiese relacionado con cuatro tribus judías y que de esas, «sólo» una hubiese sido masacrada; ni que el castigo, indudablemente cruel pero común en la época, no se debiese a la religión de las víctimas, sino a que hubiesen traicionado al profeta. En realidad, las minorías (judíos y cristianos) eran relativamente bien tratadas bajo el gobierno musulmán y el antisemitismo musulmán moderno es una consecuencia directa del proyecto sionista en Palestina.
La identificación entre islam e islamismo obliga a Stakelbeck a ignorar detalles que socavan su argumento, como cuando dice que, en Egipto, la Constitución islamista fue aprobada en referéndum con un 64% de los votos (p. 18), pero omite añadir que sólo un tercio de los egipcios se molestaron en votar. Tampoco menciona la campaña de descontento contra el gobierno de Morsi liderada por Tamarod, a pesar de que se encontraba en pleno apogeo en el momento en que dice estar escribiendo (mayo de 2013, p. 281). Y su caso contra los Hermanos pierde credibilidad debido a sus numerosas tergiversaciones. Por ejemplo, equipara a la Hermandad con Al-Qaeda, afirmando que la primera «parió» a la segunda y que entre ambas existen diferencias tácticas, pero «su ideología y sus objetivos son exactamente los mismos» (p. 25). Esa supuesta genealogía se limita a que Al-Qaeda es una escisión de una escisión de la rama radical de la Hermandad, y las dos organizaciones son rivales y muy críticas la una de la otra.
No puede negarse que, entre tantos errores factuales y razonamientos débiles, Stakelbeck incluye información de peso y buenos argumentos. Por ejemplo, la caracterización de la Organización para la Cooperación Islámica como una criatura de la Hermandad financiada por el régimen saudí para islamizar las sociedades musulmanas (p. 61-62) es en gran medida correcta, y su influencia, preocupante. Como lo es el relato de los vínculos entre las principales organizaciones musulmanas en Estados Unidos y los Hermanos (pp. 181 y ss.), que puede extrapolarse al continente europeo. Además, es legítimo criticar las estrechas relaciones que se han establecido en ciertos países entre grupos de izquierdas y organizaciones islamistas –basadas en cuestiones como la oposición a las políticas occidentales en Oriente Próximo y la solidaridad hacia minorías desfavorecidas–, que han conducido a posturas de tolerancia o, incluso, apoyo a reivindicaciones contrarias a valores fundamentales de la izquierda, como la igualdad entre los sexos, la libertad de expresión o la separación religión-Estado. De hecho, esta importante controversia no debería dejarse en manos de gacetilleros xenófobos.
Terminamos nuestro repaso con Frères musulmans. Enquête sur la dernière idéologie totalitaire, de Michaël Prazan. Este trabajo combina la investigación con las reflexiones personales del autor sobre la Hermandad, de la que dice que «[t]ras la apocalíptica derrota del fascismo [y] el colapso del comunismo, encarna la última ideología universal y globalizadora del mundo moderno» (p. 25). Aunque, ya desde sus primeras páginas, la obra revela algunas de sus limitaciones. En particular, la caracterización de la Hermandad como «un producto de su época» (ibídem) conduce a que se conciba a la organización como un monolito inamovible e incapaz de cambiar, mientras que, como hemos visto, el contexto histórico y sociopolítico es fundamental para comprenderla. Por otra parte, Prazan aclara que él es judío (p. 8) y sus simpatías sionistas son evidentes y colorean y, en ocasiones, desvirtúan sus argumentos.
El autor no duda en exagerar la importancia de determinados acontecimientos e incidentes para apoyar su versión de la historia de la Hermandad o añadir un efecto dramático. Por ejemplo, aunque la postura antibritánica de Ḥasan al-Bannā hace verosímil que entre los primeros donantes a la organización se encontrase la embajada alemana en El Cairo, alegar que su brazo armado fuese creado gracias a financiación nazi (p. 41) –sin citar fuentes– no parece creíble o riguroso. También exagera los lazos entre los Hermanos y los Oficiales Libres que llevaron a cabo el golpe de Estado de 1952 en Egipto (pp. 68-88), posiblemente debido a lo atractivo del tropo de la criatura que se vuelve contra su creador. Parece probable que Abdel Nasser y algunos de sus compañeros hubieran sido miembros de la Hermandad, y es cierto que su liderazgo fue consultado antes del golpe para asegurarse de que no se opondría, pero incluso Prazan admite que los oficiales la habían abandonado años antes y más tarde la combatieron con ferocidad, lo cual mostraría que se sentían atraídos por su poder de movilización, pero que rechazaban su agenda político-religiosa.
Los ejemplos abundan: la Hermandad no creó las asociaciones islamistas estudiantiles que aparecieron en Egipto en los años setenta, una de las cuales participaría en el asesinato de Sadat (p. 168), aunque –como hemos visto– las apoyó e incluso conseguiría atraer a muchos de sus miembros. Las mismas objeciones pueden hacerse a los vínculos (o «la línea recta») que Prazan intenta establecer entre la Hermandad y Al-Qaeda (pp. 185-197; véase supra la respuesta al argumento de Stakelbeck). En otro momento declara que, cuando los Hermanos gobernaban Egipto, existía un proyecto de ley para prohibir el tomate (porque cuando se corta, desvela una forma de cruz), o que exigieron la destrucción de las pirámides (p. 7). En realidad, esas propuestas, ridiculizadas por la sociedad egipcia, las realizaron los salafistas. Por último, su caracterización de estos últimos como «fieras al servicio de los Hermanos Musulmanes» (pp. 255 y ss.) pasa por alto la rivalidad y las significativas diferencias ideológicas entre ambos grupos, puestas de manifiesto por el apoyo al golpe de Estado contra Morsi por parte del principal partido salafista, Hizb al-Nour.
Tras los atentados del 11-S, ciertos gobiernos occidentales vieron en los Hermanos la única alternativa viable al radicalismo islamista
Otros errores de Prazan podrían atribuirse al deseo de presentar una narración sobre el islamismo centrada en los Hermanos Musulmanes, lo cual le lleva a ignorar el papel de otros actores. Por ejemplo, mantiene que el concepto de «Yahiliyya» (el estado de ignorancia preislámica al que, supuestamente, han regresado las sociedades musulmanas) fue reformulado por Quṭb (p. 98); en realidad, Quṭb lo tomó prestado del islamista paquistaní Abul Aala Maududi. Finalmente, ciertas distorsiones son claramente ideológicas. Así, describe las «emboscadas asesinas» y las «masacres» contra los colonos judíos en Palestina (p. 131) sin buscar una explicación no religiosa a esos ataques de los palestinos. Y aunque tiene razón en atribuir a los Hermanos la expansión del antisemitismo en el mundo árabe a partir de los años treinta (pp. 284-288), es innegable que la colonización sionista fue el principal causante de ese antisemitismo.
A pesar de todo, Prazan es un buen prosista que pinta un excelente retrato de Ḥasan al-Bannā, el maestro carismático y mesiánico que consiguió lanzar un proyecto político basado en la religión que continúa inspirando a millones de musulmanes, y Sayyid Quṭb, el retraído intelectual radicalizado por la represión y dispuesto a morir para hacer avanzar sus ideas. Proporciona un relato fluido que conecta diferentes manifestaciones del movimiento islamista e indica que «moderados» y «radicales» no son dos polos opuestos, sino puntos en un continuum ideológico. Y denuncia cómo la Hermandad ha logrado extenderse en diferentes ambientes, incluso en países occidentales con minorías musulmanas, pese a ser una tendencia minoritaria, en virtud de las dotes de organización de sus líderes y la financiación saudí (y, más tarde, qatarí; pp. 221-250). Además, tras los atentados del 11-S, ciertos gobiernos occidentales vieron en los Hermanos la única alternativa viable al radicalismo islamista (pp. 319 y ss.).
Por otro lado, y a diferencia de Stakelbeck, Prazan se esfuerza en buscar las causas subyacentes al considerable apoyo de que gozan los islamistas en muchos países musulmanes y que ha conducido a su victoria en las urnas, ya sea en Argelia en 1991 (pp. 209-211) o en Túnez y Egipto veinte años más tarde: la pobreza, el desempleo o el vacío político creado por las dictaduras. En referencia a su país, Francia, explica que la Hermandad se ha beneficiado del colapso del Partido Comunista, que proporcionaba un marco ideológico al medio obrero (incluidos los inmigrantes), y de la alienación provocada por las altas tasas de desempleo y la discriminación social y laboral que sufren los jóvenes de origen magrebí (pp. 223-224, 234-236). Finalmente, y como asevera el título de la obra, esta muestra de manera convincente que los totalitarismos fueron fuentes intelectuales fundamentales del islamismo y convirtieron la religión musulmana en un «concepto globalizador» (p. 222). No se trata de una idea original –muchos acusan a la Hermandad de fascismo–, pero Prazan nos recuerda que tales acusaciones son más que mera retórica.
De hecho, los Hermanos se refieren a menudo a la naturaleza «integral» (shumuliyya) del islam, puesto que, según su interpretación de la religión musulmana, sus mandatos cubren todas las dimensiones de la vida. Esta ha sido una constante desde Ḥasan al-Bannā1, se exacerbó con Sayyid Quṭb2 –quien, al contrario de lo que suele afirmarse, en muchos sentidos se limitó a desarrollar el pensamiento de al-Bannā3– y continúa siendo uno de los temas centrales de ideólogos modernos como al-Qaradawi4. Es, por tanto, preocupante que la Hermandad sea una de las principales fuerzas políticas en muchos países árabes (a pesar de los recientes reveses sufridos en Egipto, Palestina o Túnez), y que organizaciones basadas en Europa o Estados Unidos vinculadas a la misma hayan conseguido erigirse en representantes de las comunidades musulmanas y, como tales, sean escuchadas por políticos occidentales. Pero ese sería un tema para otro ensayo.
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